Saúl nació en Mollet del Vallés (Barcelona) en 1980. Su trayectoria vital ha sido tan intensa como diversa: trabajó durante años en la construcción, al volante de un camión o en fábricas químicas, hasta que una profunda crisis personal y el confinamiento lo llevaron a replantearse su vida.

Buscando un nuevo comienzo, se instaló en El Palo, al este de Málaga, donde convirtió un pequeño local en su refugio creativo: un espacio donde el arte ocupaba todo, incluso el lugar para dormir. “No pintaba donde vivía —dice—, vivía donde pintaba”.

Autodidacta, comenzó a dibujar de niño imitando a «Bola de Drac» y más tarde descubrió su pasión por la pintura tras quedar deslumbrado por Miguel Ángel en un viaje a Italia. Tras una etapa en la música, volvió definitivamente a las artes plásticas. Su paso por la Factoria d’Arts de Roca Umbert en Granollers fue clave: allí empezó a experimentar y a concebir la pintura como necesidad vital.

Desde 2020 se dedica plenamente a su obra, dejando atrás cualquier trabajo que no le permitiera crear. Actualmente desarrolla sus proyectos en la Fundación Eugenio de la Torre, en Vélez-Málaga, donde sigue explorando los límites de la pintura con la misma entrega que lo ha acompañado toda la vida.

Para Saúl, el arte no es solo una elección, sino una forma de habitar el mundo: “He cambiado de paisajes y de compañías muchas veces, pero allá donde voy siempre llevo mis lienzos y mis pinturas”.

Tu pintura transmite una desnudez que va más allá del cuerpo. ¿Qué buscas
realmente mostrar cuando pintas un desnudo?

El lienzo en blanco es pura posibilidad. En esa Nada habita el infinito. Creo que mi tarea es expresarme desde un lugar que no pertenece a eso que llamamos “realidad”, porque esa realidad que solemos reconocer es solo la que percibimos con los ojos.
En esa otra realidad —la de lo invisible— vamos hipervestidos. No solo de ropa, sino de todo lo que se nos adhiere mientras existimos: juicios, prejuicios, expectativas, frustraciones, gestos automáticos… El cuerpo se vuelve entonces una especie de velcro: al anochecer, cuando llegas a casa, traes pegadas mil cosas que ni siquiera elegiste cargar. La ropa es la primera máscara. Y las máscaras, por definición, ocultan la expresión verdadera, ponen un filtro a la honestidad. Para mí, la desnudez consiste precisamente en desprenderse de todo eso que se nos pega mientras vivimos, hasta mostrarse con una honestidad brutal. No puedo pretender ser honesto en un cuerpo vestido: un cuerpo con ropas ya está enmascarado.
Además, la desnudez nos acerca a los animales, a lo natural, a lo salvaje. Nos devuelve a la tierra, a aquello de lo que llevamos demasiado tiempo desconectados.
También creo que es urgente —o al menos importante— naturalizar la desnudez. En mi obra hay mujeres tan desnudas como los hombres, y esto se convierte en un recurso político en un momento en que el pezón femenino está prohibidísimo, en esta cultura cangreja que parece avanzar hacia atrás. ¿Qué pasa con el pezón femenino? ¿Ha habido acaso algún pezón que haya matado a alguien, que haya devorado a alguien, que haya cometido un genocidio? ¿O es que el pezón femenino es la nueva Medusa que, al mirarlo, te vuelve piedra?
Pinto también hombres completamente desnudos, muchas veces con el pene erecto. ¿Y qué de malo tiene? Eso representa el deseo. Y el deseo, para mí, es el impulso de hacer, el fuego del alma. No es solo un momento sexual: es la radicalidad de querer vivir y sentir. En la exageración de los cuerpos, en esa insistencia en los miembros, encuentro la cercanía con lo que quiero decir.
Y pinto abrazos, cuerpos que se encuentran y se transforman. Solo desnudo un abrazo puede traspasar y ser traspasado; solo carne con carne puede verdaderamente transformar.

En tus obras hay placer, dolor, deseo y ternura al mismo tiempo. ¿De dónde nace
esa mezcla tan intensa de emociones?

Supongo que nace de vivir, y de asumir la vida en toda su amplitud. Tiene mucho que ver con la desnudez y con la honestidad —justo lo que hablábamos antes—, porque en el fondo todo parte del deseo. Pero no hablo del deseo únicamente en su dimensión sexual, sino de ese deseo que es motor, impulso, fuerza vital. El deseo es lo que nos pone en movimiento; y en ese movimiento aparecen el placer, el dolor… y la ternura.

Y la ternura, wow… en la ternura está la revolución. Como canta Nacho Vegas, “es la ternura nuestro don”. Esa idea me atraviesa. Reivindicar la ternura como un valor necesario en tiempos de cinismo, sarcasmo y agresividad social me parece urgente. Nacho la plantea como un arma poderosa, y yo no puedo estar más de acuerdo. Hoy, todo lo que tiene que ver con los cuidados, con el cariño, con detener el tiempo, con estar de cuerpo presente… todo lo que nos recuerda que somos personas y no solo funciones, es profundamente político. La ternura es eso: una forma radical de resistencia.

¿Sientes que el arte tiene todavía el poder de sanar o transformar en un tiempo tan
superficial como el nuestro?

Claro. Si me dices que no lo tiene: ¡para, que me bajo! No es que tenga la capacidad o el poder, sino que tiene el deber. Tampoco sé si “sanar” es posible, porque para sanar habría que abrir un debate de varios tomos, y saber qué es sanar, cuánto es sanar y, en realidad, cuáles son las enfermedades que tenemos que sanar como sociedad… que son unas cuantas: el déficit de atención por tener demasiados estímulos a la vez, el discurso del odio, la hiperconectividad vacía de vínculos, la velocidad con la que queremos saciar nuestros deseos más superficiales, y así hasta el infinito…
El arte debe querer transformar; de hecho, creo que ese debe ser su objetivo primordial. Este mundo se ha vuelto superficial porque se ha convertido en puro mercado: todo se compra, todo se vende, todo tiene un precio, y todo sirve, de nuevo, para enmascarar algo. Gran parte del arte y del artisteo se ha subido a ese carro: el carro de vender, y cuanto más caro, mejor. Una vez arriba, muchos intentan no hacer ruido: solo publicar sus obras e intentar no exponerse demasiado. Si eres demasiado honesto alguien se puede molestar, dejar de comprarte o incluso borrarte de redes… y eso hay a quien le da mucho miedo. Así que hay quienes cercenan su adentro y solo muestras cosas casi exclusivamente decorativas.
Gran parte del arte, sobre todo el que se exhibe en las ferias más grandes (grandes en cuanto a intercambio económico), se ha vuelto amable, inofensivo. Muñequitos, figuras simpáticas, colores suaves que no asustan ni a la retina ni a la mente. Es un arte que evita la incomodidad, que no cuestiona, que no toca las heridas ni los extrarradios de la vida.
Nina Simone decía que si el arte no habla de lo que pasa en el mundo, no es arte: es ruido. Y es así. Pero hay artistas y personas de la cultura que se mojan, que hablan de lo que sucede… Se me ocurren Eugenio Merino, Paco Bezerra, Jana Leo, Marina Garcés… gente que abre brechas, que incomoda, que pone el foco en las heridas, en los afueras. Pero esto sucede en los extrarradios de las cuentas más favorecidas por los algoritmos. Mira lo que sucede en Gaza, una verdadera atrocidad, pero si vas a las esferas más altas del arte, de la música o de cualquier otra propuesta artística, son pocas las voces que se alzan. Y todo aquel que se pronuncia es visto como un héroe, cuando en realidad esto debiera ser común, normal. A todos nos debería hacer sufrir que niñas, niños y miles de inocentes estén muriendo, además de la manera más cruel, simplemente porque un psicópata así lo quiera. En ciertas atalayas altas, hablar puede ser perjudicial para su salud monetaria. Qué triste. Eso no es arte, eso es puro mercado.
Pero creo que el arte y los tiempos no son superficiales. No en la vida de pueblo, no en la corta distancia, no en el lugar donde se encuentran los cuerpos. Eso superficial pasa en la piel de las redes sociales, en ese mundo en el que el tiempo se mide scrolleando. Eso superficial pasa en el mundo que pretende sustituir al mundo, en la vida que pretende sustituir la vida, en los avatares que pretenden sustituir a las personas, los animales y el mundo natural. Nuestro deber como artistas es no permitir que el mundo se convierta en una pantalla, que no se convierta en una perpetua contienda y campo de batalla, y que encontremos siempre lugares de encuentro y cuidados. Yo creo en ese arte y en esa artista que, desde los márgenes imagina mundos posibles.

Tu trabajo tiene una honestidad casi confesional. ¿Pintar te sirve como una forma de liberación personal?

Pues no lo sé. Tal vez sí, pero lo que pasa es que los inputs que llegan desde fuera son tantos y tan tristes que pasa poco tiempo desde la liberación hasta que recibo otra nueva carga. Pintar me permite vaciarme, explorar lo que siento y enfrentarme a mis propios demonios, pero al mismo tiempo la vida sigue llegando con su ruido, con sus injusticias y su absurdo. La pintura no es un refugio absoluto; es más bien un espacio donde puedo procesar, comprender y transformar lo que me atraviesa. Es como un ejercicio de resistencia: cada cuadro es un intento de darle sentido a lo que nos golpea y, quizá, dejar
un poco menos de peso en el mundo.
Además, la pintura tiene otra cosa y es que, al menos en mi caso, sucede mayormente en la precariedad. Puedes estar liberándote de cosas mientras pintas algo, pero paralelamente tu mente puede estar preocupada porque tienes el taller lleno de obras que no salen, y conforme llenas el taller, el stock de materiales va reduciéndose drásticamente: cada vez te quedan menos pinturas, menos lienzos… y, por supuesto, están los gastos de primera necesidad: alimentarte, pagar el alquiler de tu techo, el estudio donde pintas…
Comprendo cuando las personas usan la pintura para desahogarse de su vida cotidiana, pero cuando tu vida cotidiana es pintar, esta es más soga que aire. Pero aquí seguimos, pintando en ese abismo. ¿Qué tendrá que no se puede dejar?

¿Qué te emociona o te inspira actualmente fuera del arte —personas, paisajes, música, silencios…?

Me inspiran muchas cosas, pero si tengo que empezar por algo, diría: mi padre y mi madre. Ellos son ejemplo de resistencia ante una vida que en muchas ocasiones ha sido muy difícil. También me inspira el amor. Y, por supuesto, las gentes que resisten, quienes cultivan cosas tan esenciales como la paciencia y la escucha.

Me inspiran los pequeños huertos: esa relación de reciprocidad entre un ser y la tierra, ese “dame tú primero que yo te daré después”, ese milagro de enterrar una semilla y
acompañarla hasta el fruto. Me inspira la mirada de los animales, el misterio que esconden, porque saben mucho más de nosotros que nosotros de ellos. Están aún a salvo de este estar en todas partes que sufrimos nosotros, y cultivan la observación en el
silencio. Me conmueve ver cómo se hablan dos perros, o un perro y un gato, o qué hace un perro al ver por primera vez una cabra en un lugar desconocido. También las hormigas y las abejas, que anteponen siempre la comunidad a la individualidad.

Me inspira la historia: esas personas que creyeron en algo cuando hacerlo era una locura. Cuando los primeros filósofos empezaron a dudar de los dioses; cuando el pueblo dejó de creer en la divinidad de los reyes; cuando alguien arriesgó su vida para conquistar derechos que hoy disfrutamos (y que, sin embargo, podríamos perder). Me inspira cómo la vida se ha abierto paso incluso cuando parecía extinguida. Me asombra el puro milagro de su existencia: cómo todo tuvo que coincidir, milímetro a milímetro, en el instante justo, para que la vida surgiera en la Tierra. Porque, en realidad, hay muchísimas más probabilidades de que en un planeta habitable no haya vida que de que la haya.
Me sobrecogen los milagros de la naturaleza: las estaciones, los sonidos del mar y de la lluvia, la fuerza mitológica de las tormentas, el fuego en la chimenea. Pero también me fascina lo tecnológico, esa magia que damos por sentada. Absolutamente todo es una acumulación de pruebas y errores. Me maravilla poder hablar con alguien al otro lado del mundo a través de un aparato del tamaño de una mano, con unas placas metálicas y unos cables dentro. Vale, sí, tiene explicación científica… pero a mí me flipa. Me flipa que con un líquido oscuro y viscoso, mediante reacciones químicas, pueda moverse un automóvil.
Podría seguir infinitamente, porque la vida es enorme e inagotable. Pero me jode que, hoy en día, parezca que lo único que tiene valor es el dinero. Y el dinero, en realidad, es lo único que no vale: depende de todo lo demás para valer. Todo lo demás sí tiene valor intrínseco.

Anécdota

Lo primero que me ha venido a la cabeza fue una vez que participé en una exposición colectiva y llegué un poco más tarde de la hora de inauguración. Mientras me acercaba al lugar, me iba cruzando con gente conocida que me decía que había visto mi obra y que les había gustado mucho. Yo, claro, me alegraba.
Cuando llegué al lugar vi mi obra. Estaba al revés. Era una especie de tormenta marina, una obra casi abstracta, así que, bueno, podía funcionar también así. Me hizo mucha gracia que, estando boca abajo, gustara igual. Y pensé: “Bueno, quizá así también funciona. Total, quién soy yo para corregir al azar”.

Os animamos a seguir a Saúl, Estigiart ya lo hace!